Si un día os pidieran hacer un viaje para pasar un domingo a los pies de otra tierra, escuchar el suspiro de un viento diferente y sentir el calor de un nuevo Sol. ¿Qué contestaríais? “Te ruego, sí”.
Y así ha sido, hace dos días: un viaje que nadie se esperaba, a los confines de este mundo, donde la costa es acariciada por el agua de un océano sabio y milenario, que humildemente y con alegría nos ha bendecido.
Hemos llegado a la costa del Océano Atlántico, precisamente en la región de Rocha, a 300 km de Montevideo (capital de Uruguay) en un día que nos ha sonreído y sorprendido desde el principio. Un sol cálido e inesperado después de días de tempestad, lluvia y rayos.
El viento que nos transportaba era envolvente y afectuoso. Las olas del mar chocaban contra las rocas y luego se alargaban, como relajándose, a lo largo de la playa. El azul profundo del mar se diferenciaba de forma neta del azul despejado del cielo que resistía, permaneciendo límpido y claro, contra cualquier expectativa nuestra.
Se sentía solo un perfume que prevalecía sobre todos los demás: un perfume fuerte que arrastraba la marea. Ese olor incomparable que provenía directamente de los abismos profundos y que como ofrecimiento de amor nos dejaba saborear por unos momentos el mundo azul bajo nuestros pies.
Parecía que nos hubiéramos desatado finalmente de ese hilo que nos tiene conectados a la realidad de este planeta y que vivíamos la atmósfera de una estrella creada por infinitos granos de arena que, humedecidos por el agua, mojaban nuestros pies. No era un día normal, no era un simple bautismo. Lo habíamos entendido desde los primeros instantes. Un sentimiento que poco a poco se fortalecía y se volvía vez más real y tangible.
Éramos muchos, casi todos jóvenes, acompañados por nuestro maestro. Increíble que nos haya guiado en ese período de tiempo que parecía tan singular. Todos, en ese pequeñísimo punto de nuestro Universo ilimitado teníamos nuestra mirada fija en Él que, con las manos alzadas en dirección al océano, daba la impresión de hablar y comunicarse con las fuerzas de la naturaleza, interrogándolas, preguntándoles algo que solo más tarde llegaríamos quizás sólo intuir.
Poco después, tomándonos todos de la mano hemos hecho un círculo, grande. En ese momento estábamos en el centro de la tierra, la protegíamos con amor dentro de nuestros brazos que, uno tras otro, formaban la circunferencia de ese anillo. En el centro estaba Él. Era un momento surreal en el que nos sentíamos como una única cosa con el azul del cielo encima nuestro, casi podíamos tocarlo con un dedo. Parecía que hubiera hilos invisibles y luminosos que nos conectaban a la esfera celeste y que como rayos de luz nos unían a todos nosotros con Él. Puedo verlo aún, era un sol maravilloso.
En un cierto momento, elevando la mirada, vimos un águila que planeaba exactamente por encima nuestro, emitiendo el sonido típico de las aves rapaces. Por unos minutos lo pudimos observar mientras sacudía las alas y se dejaba llevar por el viento sobre nuestras cabezas.
Poco después, tomándonos de nuevo de la mano, nos guió hacia la orilla dónde una pequeña pasarela de madera parecía que hubiera sido puesta justo allí para que pudiéramos recibir el bautismo. Estábamos dentro de una iglesia, pero no como la que siempre hemos concebido, entre cuatro paredes, sino en una que fue confiada a nuestras manos, que debería ser una casa y un refugio. Un nido dónde todos pudieran abrazarse y reunirse, un nido dónde cada ser animado o no pudiera expresar la verdadera esencia por la que ha sido creado. Estábamos en la iglesia de esta tierra, que es la Madre naturaleza: en la delicadeza de sus colinas y la sabiduría de sus montañas, en la profundidad de sus mares y la armonía de sus playas coloreadas por la espuma blanca de las olas que siempre viajan.
Estábamos en la iglesia creada para nosotros, para que pudiéramos compartir la dulzura de un fruto y la amabilidad del viento, el calor del Sol y la suavidad del agua. Todos ellos regalos que vivían en esta casa y que lamentablemente nosotros los humanos no hemos sentido como tales.
La fila de jóvenes era larga, quizás nunca ha habido en una iglesia tantos jóvenes. Tan diferentes unos de otros, provenientes de países de todo el mundo, con sus vidas marcadas por la felicidad y también por el sufrimiento, con un pasado de victorias y derrotas.
El momento era único. Los pies descalzos, el océano a nuestra espalda y Él delante de nosotros. Parecía que no existiese nada sino solo nosotros y ese instante con Él.
“Te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo", nos ha dicho a cada uno de nosotros.
Quizás no hay un modo para describir con palabras humanas el encanto de aquel toque que ha dibujado una cruz en nuestra frente. Poder rozar las manos de tu Padre, poder escuchar su voz y revivir instantes pertenecientes a una vida que tienes la impresión de haberla ya vivido. La energía de una existencia lejana que recorre tu cuerpo, desde los dedos de los pies hasta cada cabello. La fragilidad de tu corazón que late y vive al unísono con el oro de aquellos sonidos armónicos que llegan de los confines del universo.
Una bendición para vivir estos últimos años de lucha, dónde progresivamente las dos formaciones se definen y las fuerzas de las dos partes se unen y se preparan.
Llegarán días en que nubes oscuras cubrirán las estrellas de la noche. Días dónde caminaremos en el velo del sol bajo una lluvia amarga, triste. Pero en los sueños sentiremos tu nombre, escucharemos de nuevo tu voz cálida, paternal, cariñosa. En los sueños nos reencontraremos y nos tomaremos de la mano. Cuando caigan mares y montañas, cuando griten colinas y desiertos, y lleguemos al final de los días, en la oscuridad sentiremos tu llamada. Llamándonos, allí iremos.
Con tu bendición iremos sí, finalmente, hacia el camino de casa.
Con Amor Marta.
28 de Mayo 2020
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